Brascó, una nariz inolvidable

Lunes, 12 de mayo de 2014
Sobre llovido mojado. Nos dejó Miguel Brascó, seis meses después de su amigo Fernando Vidal Buzzi. Polifacético, discutido, excéntrico, fue el gran precursor del periodismo gastronómico en la Argentina.


Dos cosas siempre llamaban la atención de Miguel Brascó desde lo visual. Una de ellas su nariz, prominente, casi hecha a la perfección por la naturaleza tratándose de un experto en vinos. Segundo, el clásico moñito, porque jamás dejó de ser elegante. Era un talentoso polifacético, eximio dibujante, escritor, compositor de canciones, poeta, traductor, en fin todo lo hacía bien y con algo que no se compra a la vuelta de la esquina: carisma. También denotaba una cultura poco frecuente.

Así como muchos lo idolatraban, otros se quejaban de su sarcasmo, que a veces sonaba a cargada. Tenía rapidez mental como para no quedar mal parado después de un error de cálculo en, por ejemplo, la añada de un vino. Brascó inventó un lenguaje propio, a muchos le gustaba esa forma de escribir; otros no podían concluir la lectura de sus notas, pero nunca pasaba inadvertido. Pero a nosotros, sus colegas, no podía menos que despertarnos envidia tamaña originalidad. Todos hubiéramos querido tener al menos un poquito del talento “brasconiano”. Pocos recuerdan que el mejor programa gastronómico de la televisión argentina lo hizo Miguel Brascó, junto con el por entonces casi desconocido chef Fernando Trocca, dirigidos nada menos que por Eduardo Mignogna (“Château Brascó”).

No intentamos hacer una necrológica como si estuviéramos escribiendo “El Santo de la Espada”. Brascó era así, el tipo que se casó (o estuvo en pareja) seis veces, que vio a su primogénito 30 años después de dejar la Patagonia (adonde había ido con su padre, médico). Que perdió a dos esposas, que tuvo una hija luego de haber cumplido 70 años. El que fundó la revista pionera de la gastronomía (“Cuisine & Vines”) con su pareja, Lucila Goto, que falleció en la flor de la vida.

Lo conocimos a Miguel hace como veinte años, cuando ya era un prócer de nuestro gremio. Disfrutamos de su talento, pero a veces nos parecía desubicado, como cuando le dijo a un bodeguero (sin que nadie le preguntara nada) que este “Merlot es bragueta”. También era capaz de mencionar en cinco notas seguidas (sin ponerse colorado) a los vinos de su amigo Manuel Más y a los de López, y al restaurante que era casi su segunda casa (Oviedo). Llegó a decir que el Varúa de Finca La Anita “es el Petrus argentino”. Y nadie lo tildó de exagerado, aunque lo fuera.

No fue un tipo fácil Brascó, pero todos creíamos que estaba más allá del bien y del mal. Fue un talentoso, no obstante lo cual se hacía notar con excentricidades, porque su objetivo era llamar la atención.

Así era Brascó, amigo de los excesos y de las excentricidades, al punto de rechazar una porción de jamón porque las fetas eran demasiado gruesas o demasiado finas. El que nunca pidió delivery, según sus propias palabras. El que subestimaba innecesariamente y sin fundamentos al Torrontés, la única cepa argentina. El que una vez fue invitado a Salta para dar una charla y se explayó en contra de los vinos de esa provincia.

Pero como a veces nos desconcertaba, también podíamos compartir sus puntos de vista. Como su manera de descalificar a los vinos “pesados”, a los que definía como “parkerianos”, o como cuando hacía calentar a los enólogos que trabajan para Michel Rolland. Lo mismo que cuando gozaba a los que querían sobresalir con sus descripciones ridículas de los aromas y sabores del vino. Detestaba a los esnobs que pretendían vendernos espejitos de colores, cual sommelieres soberbios (e imberbes). Brascó era sarcástico a ultranza. ¿Un ejemplo?: cuando decía que lo que más le gustaba de Mallmann es “cómo se tira el repasador sobre el hombro derecho, porque a mí no me sale”.

Preferimos recordarlo así, con su talento pero con sus contradicciones, con su sapiencia y sus excentricidades; como alguien que no siempre podía ser medianamente objetivo en sus apreciaciones; que se enojaba con un mozo por alguna nimiedad y lo dejaba amargado al hombre por varios días creyendo que iba a perder su trabajo; el que encontraba siempre un motivo para sobresalir además de su inteligencia superior. Nos dejó Brascó, ha quedado una silla vacía junto a la de su amigo Vidal Buzzi.

 
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