El talento y la eternidad Viernes, 3 de noviembre de 2023Pascal Barbot supo ser considerado el mejor chef de Francia. Sin embargo, la pandemia y el cierre de su primera locación, le hicieron perder dos estrellas. La verdad es que no lo parece.
Cuando falleció mi padre, se perdieron esas cosas para las cuales tenía el toque mágico como cortar el empacho o preparar café. También esas conversaciones de padre-hijo dejaron lugar al soliloquio de mi propia cabeza con la curiosidad de que la sensación de su presencia se incrementa con el tiempo, descascarada ya la relación de todo lo malo que conlleva la cotidianidad.
En esas charlas que, en general, se daban a esas horas donde los insomnes caen en la desesperación o en el estímulo de las ideas, jamás imaginé la maravilla que puede encontrar significante en una quenelle de helado de pimiento rojo, curiosamente blanco como la leche, con una hebra de azafrán.
En el 2012, el año en que murió mi padre, Pascal Barbot estaba considerado el chef número uno de Francia.
Formando en la filosofía del temible Alain Passard, Barbot ha desarrollado su cocina rompiendo una regla que después muchos copiaron: "más vale cocinar productos baratos pero de gran calidad, que otros de lujo que no cumplen los requisitos de excelencia".
Los once años transcurridos entre el 2012 y hoy, le han costado caro a chef francés. Bueno... no se si caro es la palabra que describe mejor la sensación: por lo pronto le ha costado dos estrellas Michelin (su actual Astrance sólo ostenta una estrella).
Y, además, una reapertura postpandemia que se estiró más de lo pensado, con el agravante de que la transformación del local que supo ocupar Jamin (Joel Robuchon) y que iba a durar unos meses y terminó durando un par de años, con todo lo que eso significa a nivel financiero.
No sé si la palabra correcta es caro, porque en otros aspectos su menú conserva las mismas características que tuvo siempre: el comensal desconoce qué va a comer hasta que se sienta, su ya mencionada preferencia por los productos sencillos, las flores comestibles y vegetales en general, los cítricos, la promoción de productores desconocidos y todos los aspectos en los cuales Pascal fue siempre pionero.
El extraordinario local (45 cubiertos en sala y 12 más en el salón de eventos), es una síntesis de la personalidad del chef: de lo francés descarta el barroquismo, pero contiene el buen gusto agregando una innegable influencia del minimalismo y la estética japonesa.
El local es, sin dudas, un extraordinario ejemplo del buen gusto. Elegante, pero que no busca un efecto estético. Lo que los italianos denominan simplemente "finezza", aunque no suene tan bien.
Todo lo que tiene que estar, está: Zalto y Riedel, tanto en copas como en vasos, obviamente diferentes para el agua con y sin gas, vajilla de diseño, servilletas de lino.
Los snacks empiezan con el miniaturismo brasiano de una tartelette con una sencilla ensalada, o no tan sencilla ya que lleva más de veinte productos. Otro snack: un escargot, en este caso de mar pero al uso francés, con una manteca de algas reemplazando la tradicional mantequilla con ajo típica de un bistrot.
Un primer paso de vegetales, legumbres, nueces peladas blanquísimas y ciruelas, maravillosamente hecho a "À la minute" que no puede dejar de recordarnos otra vez a la gargouillou del maestro de Laguiole.
Todo en el plato: la potencia del sabor con la poesía de la composición y otra vez cierto minimalismo, característica fundamental de quien usa la simpleza como atributo y no como déficit. Un pequeñísimo finger food de pan especiado cortado en láminas ultrafinas, relleno de pepino apenas encurtido por minutos y hoja de apio blanqueada con la textura gelatinosa del pepino en contraste con la masa crocante. Bocado fresco que hace las veces de limpiaboca.
Otro de los principales: el rodaballo, un actor clásico principal en menús de alta cocina, dado que nadie que no sea un gran cocinero se le anima, magnífico, dos cortes-dos puntos diferentes (esto es excelencia), con una quenelle de pesto con una cantidad impresionante de piñones que aportaban tanto su sabor delicado como su textura única, una salsa de soja emulsionada con manteca (no intenten hacer esto con las sojas industriales) y, otra vez, los vegetales y en bowl de koshihikari de Niigata (uno de los mejores arroces del mundo), glutinoso en su punto perfecto para añadir textura y neutralidad a un plato tan sabroso y con el simple agregado de algún brote y algún cítrico.
El paso de carnes rojas consistió en un lomo de cordero en sus propios jugos, con el agregado de sus guindillas y unas pocas ramas de perejil y, en otro bowl, sopa de calabaza y maíz amarillo emulsionada con manteca, porotos del Bearn, naranjas ácidas que contrarrestaban el dulzor de la calabaza y ciboulette.
Adicionalmente, un "taco" al estilo banchán coreano con una lámina de papada de cerdo en el centro y otra vez su identidad: prístinas lechugas, hojas de apio, flores comestibles y una sriracha al uso de Barbot que hace difícil pensar que pueda existir una experiencia fresca y crocante que alcance semejante perfección.
El prepostre consistió en el mencionado helado de pimiento rojo, citronella, jengibre con una hebra de azafrán, extraordinario limpiaboca que, no por sabroso resultaba menos fresco.
El postre: un merengue hueco, relleno de helado y tierra de pistacho y cubierto por frambuesa liofilizada y procesada, en el mismo nivel de poesía del resto del menú.
Estamos probablemente frente al chef francés más influyente de los últimos veinte años, de la generación que continuó el legado de los Bras y los Gagniere. Un cocinero que, por supuesto, estaba en su cocina, más ocupado en recuperar el tiempo que las estrellas perdidas.
Un cocinero que, cuando termina el servicio, sale a preguntar mesa por mesa la opinión de cada uno de sus comensales sin la necesidad de ver el reloj y que cumplida esta tarea se cambia su chaqueta inmaculada y se marcha a su casa, quiero imaginar yo, en bicicleta.
A mí no me gusta decir "riquísimos" o "increíbles" pero tengo este genio de la cocina me brindó una de las más épicas experiencias gastronómicas de mi vida. El precio de este menú de mediodía, sin alcohol, es bastante razonable por la categoría del restaurante, que está a escasos 200 metros del Arco del Triunfo: 125 euros por persona.
Astrance - 32 Rue de Longchamp, 75116 Paris, Francia
Pascal Barbot supo ser considerado el mejor chef de Francia. Sin embargo, la pandemia y el cierre de su primera locación, le hicieron perder dos estrellas. La verdad es que no lo parece.
Cuando falleció mi padre, se perdieron esas cosas para las cuales tenía el toque mágico como cortar el empacho o preparar café. También esas conversaciones de padre-hijo dejaron lugar al soliloquio de mi propia cabeza con la curiosidad de que la sensación de su presencia se incrementa con el tiempo, descascarada ya la relación de todo lo malo que conlleva la cotidianidad.
En esas charlas que, en general, se daban a esas horas donde los insomnes caen en la desesperación o en el estímulo de las ideas, jamás imaginé la maravilla que puede encontrar significante en una quenelle de helado de pimiento rojo, curiosamente blanco como la leche, con una hebra de azafrán.
En el 2012, el año en que murió mi padre, Pascal Barbot estaba considerado el chef número uno de Francia.
Formando en la filosofía del temible Alain Passard, Barbot ha desarrollado su cocina rompiendo una regla que después muchos copiaron: "más vale cocinar productos baratos pero de gran calidad, que otros de lujo que no cumplen los requisitos de excelencia".
Los once años transcurridos entre el 2012 y hoy, le han costado caro a chef francés. Bueno... no se si caro es la palabra que describe mejor la sensación: por lo pronto le ha costado dos estrellas Michelin (su actual Astrance sólo ostenta una estrella).
Y, además, una reapertura postpandemia que se estiró más de lo pensado, con el agravante de que la transformación del local que supo ocupar Jamin (Joel Robuchon) y que iba a durar unos meses y terminó durando un par de años, con todo lo que eso significa a nivel financiero.
No sé si la palabra correcta es caro, porque en otros aspectos su menú conserva las mismas características que tuvo siempre: el comensal desconoce qué va a comer hasta que se sienta, su ya mencionada preferencia por los productos sencillos, las flores comestibles y vegetales en general, los cítricos, la promoción de productores desconocidos y todos los aspectos en los cuales Pascal fue siempre pionero.
El extraordinario local (45 cubiertos en sala y 12 más en el salón de eventos), es una síntesis de la personalidad del chef: de lo francés descarta el barroquismo, pero contiene el buen gusto agregando una innegable influencia del minimalismo y la estética japonesa.
El local es, sin dudas, un extraordinario ejemplo del buen gusto. Elegante, pero que no busca un efecto estético. Lo que los italianos denominan simplemente "finezza", aunque no suene tan bien.
Todo lo que tiene que estar, está: Zalto y Riedel, tanto en copas como en vasos, obviamente diferentes para el agua con y sin gas, vajilla de diseño, servilletas de lino.
Los snacks empiezan con el miniaturismo brasiano de una tartelette con una sencilla ensalada, o no tan sencilla ya que lleva más de veinte productos. Otro snack: un escargot, en este caso de mar pero al uso francés, con una manteca de algas reemplazando la tradicional mantequilla con ajo típica de un bistrot.
Un primer paso de vegetales, legumbres, nueces peladas blanquísimas y ciruelas, maravillosamente hecho a "À la minute" que no puede dejar de recordarnos otra vez a la gargouillou del maestro de Laguiole.
Todo en el plato: la potencia del sabor con la poesía de la composición y otra vez cierto minimalismo, característica fundamental de quien usa la simpleza como atributo y no como déficit. Un pequeñísimo finger food de pan especiado cortado en láminas ultrafinas, relleno de pepino apenas encurtido por minutos y hoja de apio blanqueada con la textura gelatinosa del pepino en contraste con la masa crocante. Bocado fresco que hace las veces de limpiaboca.
Otro de los principales: el rodaballo, un actor clásico principal en menús de alta cocina, dado que nadie que no sea un gran cocinero se le anima, magnífico, dos cortes-dos puntos diferentes (esto es excelencia), con una quenelle de pesto con una cantidad impresionante de piñones que aportaban tanto su sabor delicado como su textura única, una salsa de soja emulsionada con manteca (no intenten hacer esto con las sojas industriales) y, otra vez, los vegetales y en bowl de koshihikari de Niigata (uno de los mejores arroces del mundo), glutinoso en su punto perfecto para añadir textura y neutralidad a un plato tan sabroso y con el simple agregado de algún brote y algún cítrico.
El paso de carnes rojas consistió en un lomo de cordero en sus propios jugos, con el agregado de sus guindillas y unas pocas ramas de perejil y, en otro bowl, sopa de calabaza y maíz amarillo emulsionada con manteca, porotos del Bearn, naranjas ácidas que contrarrestaban el dulzor de la calabaza y ciboulette.
Adicionalmente, un "taco" al estilo banchán coreano con una lámina de papada de cerdo en el centro y otra vez su identidad: prístinas lechugas, hojas de apio, flores comestibles y una sriracha al uso de Barbot que hace difícil pensar que pueda existir una experiencia fresca y crocante que alcance semejante perfección.
El prepostre consistió en el mencionado helado de pimiento rojo, citronella, jengibre con una hebra de azafrán, extraordinario limpiaboca que, no por sabroso resultaba menos fresco.
El postre: un merengue hueco, relleno de helado y tierra de pistacho y cubierto por frambuesa liofilizada y procesada, en el mismo nivel de poesía del resto del menú.
Estamos probablemente frente al chef francés más influyente de los últimos veinte años, de la generación que continuó el legado de los Bras y los Gagniere. Un cocinero que, por supuesto, estaba en su cocina, más ocupado en recuperar el tiempo que las estrellas perdidas.
Un cocinero que, cuando termina el servicio, sale a preguntar mesa por mesa la opinión de cada uno de sus comensales sin la necesidad de ver el reloj y que cumplida esta tarea se cambia su chaqueta inmaculada y se marcha a su casa, quiero imaginar yo, en bicicleta.
A mí no me gusta decir "riquísimos" o "increíbles" pero tengo este genio de la cocina me brindó una de las más épicas experiencias gastronómicas de mi vida. El precio de este menú de mediodía, sin alcohol, es bastante razonable por la categoría del restaurante, que está a escasos 200 metros del Arco del Triunfo: 125 euros por persona.
Astrance - 32 Rue de Longchamp, 75116 Paris, Francia