MN SANTA INÉS

Sui generis de cabo a rabo

Viernes, 13 de septiembre de 2024

Un restaurante que se sale absolutamente de todos los moldes. Por su ubicación geográfica, el ámbito en el cual se estableció (una vieja panadería abandonada) y por la cocina de Jazmín Marturet que es indefinible, original, exuberante y jugada. Encima con una relación precio calidad invencible.

La primera vez que uno escuchó hablar de Santa Inés fue cuando dos integrantes del equipo de Running 70/30 nos lo recomendaron. Luego fue Leandro Caffarena, que también publicó una nota en Fondo de Olla © sobre el lugar: https://www.fondodeolla.com/nota/17996-mn-santa-ines-un-oasis-en-la-isla-de-la-paternal/

Y, finalmente, Julián de Dios -que es habitué y, nos consta, ya es reconocido como tal por los Marturet el padre Pablo e hija-, nos invitó a conocer el lugar. Va de suyo que, con tantos comentarios positivos, uno iba con muchas expectativas. Se sabe que, en estos casos, a veces terminás decepcionándote porque a veces la fama se debe al marketing o a la frivolidad de cierto tipo de público, y no siempre a la calidad de la propuesta.

No es el caso de este lugar, afortunadamente, recomendado boca en boca por quienes van a comer y vuelven siempre. MN Salta Inés no necesita prensa ni publicidad. Otra rareza: tampoco abre de noche. Su ubicación es un sector del barrio de La Paternal, conocido como "La Isla". Muy cerca del paredón oeste del Cementerio de la Chacarita. Lejos del mundanal ruido. Y de las zonas de moda.

El MN, cuentan, son las siglas de "Mercado Negro", un emprendimiento anterior de la chef. Santa Inés, porque así se llamaba la panadería abandonada que Jazmín transformó en un lugar de culto en base a esfuerzo y trabajo. La chef no quiso cambiarle el nombre, como si fuera un barco (y sino, que lo digan los náufragos y fallecidos del yate de lujo Bayesian, antes Salute, que se hundió cerca de las costas sicilianas hace algunas semanas). Trae mala suerte, dicen los marinos supersticiosos. Por las dudas...  

MN Santa Inés no navega sobre aguas turbulentas, sino que ha anclado en esta locación tan sui generis como su chef y propietaria. Que laguna vez trabajó en ese otro restaurante "raro" que fue Sifones y Dragones.

Hay algunas mesas en la vereda, un salón que imaginamos como el lugar de venta original de la panadería, otro sector más amplio donde al fondo se observa el horno de ladrillos en desuso, y más atrás aún el patio que linda con una habitación donde Pablo, el padre de Jazmín, artista plástico, desarrolla sus trabajos.

Nos ubican precisamente en una larga mesa compartida, lo más cerca posible del viejo horno. A su derecha, vemos un espacio angosto iluminado donde está la cava refrigerada. Entre salón y salón, buscando nuestro sitio en la mesa, husmeamos de pasada la cocina.

La imagen de Jazmín refleja lo que también es la cocina: desprejuiciada en el buen sentido de la palabra, nada convencional, audaz. Los tatuajes, que a uno no le gustan, en ella parecen simpáticos. Ya dijimos que su identidad resulta indescifrable, porque es una mezcla de estilos y sabores que se complementan a la perfección. Hay presencia de picantes, según reza la carta, y eso es innegociable.

El menú es corto, pero sorprende por sus precios excesivamente amables. Los platos están mucho más allá de cualquier ortodoxia, pero son abundantes y sorprendentes. La cuenta, con empanadas, dos entradas y cuatro principales, más dos postres, dos botellas de vino (Rosa di Rosso, de Bira Wines), acaricia los $ 100.000 por cuatro personas. Incluía dos sifones grandes, con mucho gas como nos gusta, lejos de esa moda perversa del agua filtrada que en otros lugares te cobran como si fuera mineral de manantial.

La empanada de moqueca, ese guiso bahiano, está rellena de brótola y langostinos, más un acompañamiento de cornalitos con alioli. Y también como para empezar, la sangre italiana nos llevó a optar por "Alcaucil te amo", que sale con alioli y ensalada de cebolla, maíz, topinambur y frutillas. Como dato risueño, nos cuenta Jazmín que, aunque parezca mentira, algunos comensales comen las hojas y dejan el corazón. 

En la carta de MN Santa Inés aclaran que los platos están ordenados de menor a mayor complejidad, pero no hay ninguna regla para comerlos. Por tanto seguimos con el "Príncipe de la Isla", es decir pasta casera con panceta, salchicha parrillera, repollitos de Bruselas, coliflor romanesco y morado, bimis (un vegetal híbrido para el que no lo sabe) y queso azul. También se pidieron los agnolotti de papa con queso de cabra y pera, crema, espinaca y almendras.

Y la milanga de Hulk es el plato sin proteína animal: berenjena entera quemada, con ensalada de repollo, pepinos, manzana, palta y castañas. Para nosotros, el más contundente "Chancho al Rancho", que la chef prepara con bondiola braseada, frijoles refritos, arroz rojo, salsa verde, choclo y tortilla de maíz. Contundente, picante y delicioso.

Para el momento dulce, una de las opciones curiosamente está al principio como si fuera una entrada: "Queso y dulce", con hinojo, quinotos en almíbar con brie y garrapiñadas de almendras. Y el otro fue el flan de queso y crema, con membrillos en almíbar.

Como el menú es corto, no quedó mucho por probar, por ejemplo el pollo y mujjadara de pata muslo con sumac, especias, tomate, mujjadara, berenjena y pan chato. O postres como mousse de chocolate con frambuesas y frutos secos, y frutillas con crema en pavlova.

La carta de vinos está muy bien armada, incluyendo etiquetas de bodegas no tan clásicas ni conocidas. La atención fue cordial y eficaz, aún en el horario de mayor afluencia de comensales, un domingo al mediodía.

Ciertamente que MS Santa Inés es un lugar diferente, con su cocina sui generis y una relación precio calidad muy conveniente. Vale la pena ir una y otra vez porque Jazmín cambia los platos con frecuencia. Ahora entendemos por qué nuestros amigos lo hacen con frecuencia.      

   

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