Cocino, luego existo

Viernes, 15 de mayo de 2015
La mayoría de los buenos cocineros que conozco declaran que su vocación nació husmeando en la cocina familiar, preguntando, ayudando, y disfrutando de guisos y asados elaborados con todo el amor del mundo.

Cada vez es más común gente que declara muy suelta de cuerpo, con absurdo desdén, “no me gusta leer”, “no me interesa el arte”, “nunca fui a un teatro” o, “¿poesía? ¡Vaya tontería!”, pero hacen cola, se desgañitan gritando para aclamar a youtubers que viven en babia (ya saben, Babia es una comarca de León (España), donde los reyes iban a descansar, ajenos a los problemas de sus súbditos, que ante la pregunta de rigor respondían: los reyes, olvídate, están en Babia), pero facturan a dos manos con sus insólitos, pueriles videos.

Un gran porcentaje de ese peligroso colectivo que elige no pensar también afirma que no sabe cocinar, ni le interesa, ni le hace falta (no crean que exagero, una señorita de casi treinta años, locutora, me comentó hace unos días que jamás había cocinado, ni pensaba hacerlo). Todos ellos suponen que si necesitan data de algo la encontrarán en Internet (ya surgieron algunos gurús planteando la inutilidad de las universidades, las escuelas y los libros impresos), y que de la comida se encarga la industria alimentaria, cuyos productos con seductor embalaje tientan en las góndolas de los supermercados, y se apilan en alacenas y congeladores hogareños esperando el calido aguijón del microondas, o eventualmente cocineros de restaurantes y delivery sacian la ansiedad (cuando les vienen ganas de probar comida de verdad siempre habrá una madre, tía o abuela dispuesta a poner un humeante plato, obsceno en su amorosa abundancia, delante de sus narices).

Pareciera, y es doloroso admitirlo, que todo les importa un bledo, que las preguntas existenciales no merecen respuesta, ni atención. La reflexión, el cuestionamiento o la mera curiosidad sobre el Génesis, la creación del mundo, la vida y la muerte, no les quita el sueño porque están firmemente instalados en el Hoy. Creo que hasta son indiferentes a todo vestigio de humanidad, les daría lo mismo ser catalogados como animales, mientras les permitieran alimentarse, dormir y copular sin compromisos. Para estas despreocupadas raras avis la historia de la gastronomía, las guerras, hambrunas, pestes, inundaciones, terremotos, no son motivo de análisis, ni hechos aleccionadores para corregir errores; se apresuran a pulsar esc cuando tropiezan con la info que les recuerda su pasado en Google. Hablar bien o mal, las reglas ortográficas, el significado de las palabras, su propia lengua, no los conmueve y la envenenan con términos ajenos, globales.

Se diría, por la rapidez con que simplifican sus comunicaciones orales y escritas, la avidez con que intentan inconscientemente regresar a los elementales gritos guturales de los cavernícolas, que prefieren la barbarie a la civilización, la violencia a la armonía. A algunos de ellos no les interesa el concepto de patria ni la identidad, prefieren ser camaleones, parte de un rebaño dócil a los mandatos de la moda y los gobiernos de turno (que los incentivan); que otros piensen por ellos mientras gozan de un supuesto libre albedrío. No tienen otro dios que el dinero, otro horizonte que el día a día, otro ídolo que el ego, otra ley que la ley del embudo (primero yo, después yo y siempre yo). Bien observados son menos que primitivos: nuestros antepasados desde el Paleolítico, con sensatez, se regían por los ciclos de la naturaleza para organizar su vida social e individual; se diferenciaron de los demás animales, cocinaron, transformaron los alimentos, hablaron y escribieron, respetaron a sus muertos, honraron a sus ancianos, crearon buena parte de la tecnología que todavía hace más sencilla nuestra vida (¿o perdieron actualidad la rueda, la cuchara y el tenedor?), las obras de arte que han de perdurar a pesar de la barbarie que intenta destruir todo vestigio de humanidad en nombre de un renovado dios llamado Odio. Sin duda cocinar y hablar, habilidad peculiar de los seres humanos, y todas las artes que derivan de nuestra capacidad de discernir y reflexionar, de plantearnos cuestiones abstractas, serán más pronto que nunca, la trinchera contra el temido regreso a las cavernas (las imágenes con destructores de estatuas milenarias, degollando y violando inocentes, castigando todo vestigio de piedad, ya nos retrotraen a tiempos pretéritos, oscuros, salvajes).

La cocina, entre otras atractivas actividades, merece ser incentivadas desde la niñez para lograr un mundo mejor, lejos de las banalidades que proponen ciertos programas y concursos televisivos.

Imposible suponer que hombres y mujeres que no tengan más interés que satisfacer sus instintos primarios, que den rienda suelta a su agresividad, no se eliminen unos a otros sin cargo de conciencia. No fueron los guerreros carroñeros violando, matando y robando, sino los poetas, los músicos, escultores y pintores, los curiosos, los filósofos y hasta los cocineros, quienes intuyeron y construyeron lo que llamamos civilización. Si nadie lee, se dejará de escribir, se perderá el lenguaje, no se transmitirán recetas, ya no cocinaran los hombres ni las mujeres, no se buscará el placer a la hora de comer, solo alimentarse. Será el caos. Sin reglas, moral, leyes, el retorno de la ley del más fuerte.

Los únicos romanos que intuyeron la caída del Imperio fueron los poetas, y se burlaron de ellos bufones, patricios, sacerdotes y militares, los esclavos y las prostitutas mientras daban rienda suelta a todo vicio en las continuas orgías. La Belle Époque era una fiesta desenfrenada, nadie imaginó, mientras gozaban de rebuscadas comidas, alucinógenos, y burbujas de champagne, el fantasma de la Gran Guerra.

Luego, durante la Guerra Civil española poetas, artistas y pensadores fueron las primeras víctimas del terror (el pensamiento atemoriza a los violentos). La Segunda Guerra Mundial demostró que, irremediablemente, el hombre tropieza más de tres veces con la misma piedra, y que es el más salvaje de los animales. La cocina amenazó con reducirse a latas de conserva. En este contexto, cocinar es más que un símbolo, es practicar una de las actividades que distingue y mantiene viva (física y espiritualmente) a la humanidad; fomentar acciones que surgen espontáneas alrededor de la mesa, como conversar, reflexionar, debatir sobre cuestiones trascendentes como el amor, sin que nadie te mire como a un loco por mencionar algo tan cursi como el amor.

No imaginan un banquete como el descripto por Platón. En dicha obra, se inicia el relato en un banquete organizado por el poeta Agaton en el 416 a.C. Al finalizar la comida, Erixímaco propone discursos de los presentes relacionados a Eros, al Amor. El primero en hablar es Fedro, que dice: “Eros es el dios más anciano. Es el que hace más bien a los hombres. Inspira al hombre la vergüenza del mal y la emulación del bien. Inspira valor, ya que sólo los amantes saben morir el uno por el otro. En el alma del que ama hay divinidad”. Luego habla Pausanias, que se refiere a Afrodita: “Hay dos Afroditas, y por lo tanto dos Eros. La Afrodita popular y la Afrodita Urania. El amor que acompaña a la primera es el del cuerpo y, por tanto, no dura. El amor que acompaña a la segunda es el del alma y, por tanto, es duradero. El amor es bello si es honesto. Aunque parezca mentira, no hace más de cuatro décadas, se llevaban a cabo tertulias públicas o privadas, donde muchos jóvenes “ganaban tiempo” debatiendo sobre temas similares. No es casual que la comida compartida, el banquete, sea propicio a los buenos sentimientos, la paz y la hospitalidad. De las muchas buenas costumbres perdidas en beneficio de la modernidad, la que más extraño es la de compartir casi religiosamente las comidas en familia o con amigos, la sobremesa que se prolonga en un ambiente distendido, donde el intercambio de conocimientos, simple información o chistes, fortalece sentimientos recíprocos entre los que rodean la mesa.

La mayoría de los buenos cocineros que conozco declaran que su vocación nació husmeando en la cocina familiar, preguntando, ayudando, y disfrutando de guisos y asados elaborados con todo el amor del mundo. En la manera de tratar con respeto las materias primas, el modo de administrar las especias (basándose en la medida más entrañable y perfecta: la pizca), la atención en el manejo del fuego, la paciencia, la manía de probar (muchas veces con el infalible dedito gustador) aunque hayan elaborado el plato miles de veces, el deleite con que emplatan, y el orgullo con que (si pueden) acercan el plato al comensal, el estado de éxtasis con que esperan y observan la reacción de los mismos ante el primer bocado, se definen estos profesionales orgullosos de su oficio, practicantes del milenario arte culinario, sacerdotes guardianes de aromas y sabores que no deben perderse nunca. Se supone, salvo que de caníbales se trate, que nadie piensa en matar mientras cocina.

Tal vez por ello, aconseja un antiguo aforismo “gobierna tu reino como cocerías el más pequeño de los pececillos”. El buen cocinero entiende, sin demasiadas explicaciones, cuánta atención, cariño, respeto, paciencia, y delicadeza requiere limpiar un pequeño pez. Cuánta sabiduría elegir el método de cocción, la intensidad del fuego y el tiempo de elaboración. Sensatez para elegir acompañamiento, sensibilidad para disponerlo en el plato, sentido de justicia para que cada comensal tenga la misma porción, y equidad para evitar enfrentamientos alrededor de la mesa. Sin duda, con tales aptitudes, un gobernante podría fácilmente ser amado por su pueblo. Pero, en definitiva, y apartándonos de las frías arenas de la política, está claro que las bellas artes, la poesía, las ciencias humanas, la música y la cocina, entre otras atractivas actividades, merecen ser incentivadas desde la niñez para lograr un mundo mejor, lejos de las banalidades que proponen ciertos programas y concursos televisivos.
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