La Cocina no se manchaLunes, 13 de mayo de 2013La nota “Tatuados en la Cocina” armó alboroto, hubo detractores y gente a favor, pero sobre todo entre los primeros se enojaron algunos cocineros y mozos, de ambos sexos. Era de esperar, cuando uno se tira contra una moda, hay quienes “tocan pito”. Acá dejamos una visión diferente, la de un cocinero que escribe, tatuado y con aros.
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Luego de la controversial nota de Juan Carlos Fola sobre los “Tatuados en la Cocina”, no podía quedarme fuera del barullo, como cocinero de tiempo completo y colocador de piercings por hobbie. Así tengo una visión un poco más flexible, pero igual de severa, que la del autor de la nota. Los que aman (también me incluyo) la experiencia gastronómica de principio a fin, quizás entiendan un poco mejor las razones expuestas en la nota: resulta chocante ir a comer y que te atienda un mozo canchero, tatuado, con aros y algunas rastas, o que de la cocina salga el chef con un afro opaco de la grasa y se seque el sudor con el trapo con el cual posiblemente haya limpiado el borde de tu plato. Y no es una cuestión de ser anticuado ni chapado a la antigua, es la simple lógica del protocolo a seguir dentro del trabajo y de respeto por la tradición gastronómica, porque al fin y al cabo no nos gustaría que la cocina se vuelva un circo por mas rico que se cocine ahí dentro, porque esta experiencia a la que me refiero no es solo comida bien hecha: ¿cuántas veces una cena deliciosa se vio arruinada por no tener un servicio a la altura, un mozo atento o un baño limpio?
Hay lugares en la ciudad en los cuales son muy estrictos con la imagen pulcra de sus empleados. El tema de los tatuajes, aros, barba o pelo largo, puede costarle a un empleado un día de trabajo por no cumplir con los requisitos establecidos del lugar. Como me sucedió en un conocido restaurante de Palermo, donde tuve que “devorarme” un sermón de media hora solo por tener la barba de un día (y la saqué barata sólo por ser nuevo, ya que a otros compañeros se los “castigaba” con una suspensión).
Otra anécdota personal acerca del tema, que puedo compartir, es la ocasión vez en la que el chef francés Jean Paul Bondoux (creador de La Bourgogne), nos visitó en el restaurant donde trabajaba, y luego de cenar tuvo la amabilidad de entrar a la cocina para felicitarnos por la comida. Saludó uno a uno, y cuando me tuvo enfrente me tomó firmemente de la mano y me dijo: “¿Y todo eso que tenés en la cara para qué sirve?”, a lo que le respondí desafiante: “Esto es parte del cocinero”. Fue gracioso ver cómo no pudo contener la risa y asentir con la cabeza.
Así como hay lugares flexibles y estrictos, también hay algunos que se quedan a medio camino, como esos que permiten que los empleados se cubran sus “toques” de onda con curitas o cintas, dejando un ejército de momias paseándose por el salón, que al fin y al cabo es peor que dejarlos descubiertos. Hace poco fui a comer con amigos a un antiguo y clásico restaurant de Capital Federal, estábamos muy emocionados por conocerlo porque el lugar es precioso, con una arquitectura de finales del Siglo XIX y una cocina tradicional como era de esperar. La decepción nos la llevamos al notar que los mozos eran demasiados “pibes” y desentonaban con el lugar, hasta su “señor” sonaba forzado. Por ser un restaurante de una colectividad un puede esperar que el cliente habitual sea gente mayor, criados de otra manera y con otra visión del mundo no tan “canchera”, aunque educada. Es por eso que el cliente debe ser respetado. A mí, personalmente me hubiese gustado ser atendido por un mozo corpulento, con chaleco y cara de haber trabajado ahí los últimos 30 años, un poco cliché quizá, pero más acorde al lugar definitivamente.
Para ir cerrando esta nota creo que el tema de los piercings, tattoos, pelo largo o bijouterie extravagante, va más allá de ser “cool” o anticuado. Es una cuestión de ética laboral, de respeto por el cliente y por la profesión. La cocina es 90% limpieza; antes de cocinar todo tiene que tener un aspecto pulcro, reluciente y fresco, al igual que el cocinero, con uñas cortas, pelo recogido, cofia, barba prolija y uniforme en buen estado. Una vez fui a un lugar donde el parrillero, un hombre mayor, vestido con un uniforme impresentable, vertía sudor sobre las carnes como si de salmuera de tratase. Si tenés tatuajes, bien por vos; pero deberías darte cuenta de que no a todos les agradan. Hay que adaptarse al contexto. Por ejemplo, yo mismo fui criado con la premisa de que “si te tatúas no conseguís trabajo”, y hoy en día es todo lo contrario. Pero siempre debemos pensar en el cliente, en la comodidad que le podemos ofrecer y que no tenga que estar con miedo de encontrarse con una bolita de plástico que se le cayó al bachero en su ensalada. Todo entra primero por los ojos y no es una cuestión de autoritarismo; es por el simple hecho de que la experiencia gastronómica debe ser armoniosa en todos los aspectos. Quizá la culpa de esto la tienen los medios, que para vender una imagen “cool” nos hacen creer que los chefs valen más por la cantidad de tatuajes y aros que poseen, que por lo que tienen para ofrecer detrás de los fuegos.
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Luego de la controversial nota de Juan Carlos Fola sobre los “Tatuados en la Cocina”, no podía quedarme fuera del barullo, como cocinero de tiempo completo y colocador de piercings por hobbie. Así tengo una visión un poco más flexible, pero igual de severa, que la del autor de la nota. Los que aman (también me incluyo) la experiencia gastronómica de principio a fin, quizás entiendan un poco mejor las razones expuestas en la nota: resulta chocante ir a comer y que te atienda un mozo canchero, tatuado, con aros y algunas rastas, o que de la cocina salga el chef con un afro opaco de la grasa y se seque el sudor con el trapo con el cual posiblemente haya limpiado el borde de tu plato. Y no es una cuestión de ser anticuado ni chapado a la antigua, es la simple lógica del protocolo a seguir dentro del trabajo y de respeto por la tradición gastronómica, porque al fin y al cabo no nos gustaría que la cocina se vuelva un circo por mas rico que se cocine ahí dentro, porque esta experiencia a la que me refiero no es solo comida bien hecha: ¿cuántas veces una cena deliciosa se vio arruinada por no tener un servicio a la altura, un mozo atento o un baño limpio?
Hay lugares en la ciudad en los cuales son muy estrictos con la imagen pulcra de sus empleados. El tema de los tatuajes, aros, barba o pelo largo, puede costarle a un empleado un día de trabajo por no cumplir con los requisitos establecidos del lugar. Como me sucedió en un conocido restaurante de Palermo, donde tuve que “devorarme” un sermón de media hora solo por tener la barba de un día (y la saqué barata sólo por ser nuevo, ya que a otros compañeros se los “castigaba” con una suspensión).
Otra anécdota personal acerca del tema, que puedo compartir, es la ocasión vez en la que el chef francés Jean Paul Bondoux (creador de La Bourgogne), nos visitó en el restaurant donde trabajaba, y luego de cenar tuvo la amabilidad de entrar a la cocina para felicitarnos por la comida. Saludó uno a uno, y cuando me tuvo enfrente me tomó firmemente de la mano y me dijo: “¿Y todo eso que tenés en la cara para qué sirve?”, a lo que le respondí desafiante: “Esto es parte del cocinero”. Fue gracioso ver cómo no pudo contener la risa y asentir con la cabeza.
Así como hay lugares flexibles y estrictos, también hay algunos que se quedan a medio camino, como esos que permiten que los empleados se cubran sus “toques” de onda con curitas o cintas, dejando un ejército de momias paseándose por el salón, que al fin y al cabo es peor que dejarlos descubiertos. Hace poco fui a comer con amigos a un antiguo y clásico restaurant de Capital Federal, estábamos muy emocionados por conocerlo porque el lugar es precioso, con una arquitectura de finales del Siglo XIX y una cocina tradicional como era de esperar. La decepción nos la llevamos al notar que los mozos eran demasiados “pibes” y desentonaban con el lugar, hasta su “señor” sonaba forzado. Por ser un restaurante de una colectividad un puede esperar que el cliente habitual sea gente mayor, criados de otra manera y con otra visión del mundo no tan “canchera”, aunque educada. Es por eso que el cliente debe ser respetado. A mí, personalmente me hubiese gustado ser atendido por un mozo corpulento, con chaleco y cara de haber trabajado ahí los últimos 30 años, un poco cliché quizá, pero más acorde al lugar definitivamente.
Para ir cerrando esta nota creo que el tema de los piercings, tattoos, pelo largo o bijouterie extravagante, va más allá de ser “cool” o anticuado. Es una cuestión de ética laboral, de respeto por el cliente y por la profesión. La cocina es 90% limpieza; antes de cocinar todo tiene que tener un aspecto pulcro, reluciente y fresco, al igual que el cocinero, con uñas cortas, pelo recogido, cofia, barba prolija y uniforme en buen estado. Una vez fui a un lugar donde el parrillero, un hombre mayor, vestido con un uniforme impresentable, vertía sudor sobre las carnes como si de salmuera de tratase. Si tenés tatuajes, bien por vos; pero deberías darte cuenta de que no a todos les agradan. Hay que adaptarse al contexto. Por ejemplo, yo mismo fui criado con la premisa de que “si te tatúas no conseguís trabajo”, y hoy en día es todo lo contrario. Pero siempre debemos pensar en el cliente, en la comodidad que le podemos ofrecer y que no tenga que estar con miedo de encontrarse con una bolita de plástico que se le cayó al bachero en su ensalada. Todo entra primero por los ojos y no es una cuestión de autoritarismo; es por el simple hecho de que la experiencia gastronómica debe ser armoniosa en todos los aspectos. Quizá la culpa de esto la tienen los medios, que para vender una imagen “cool” nos hacen creer que los chefs valen más por la cantidad de tatuajes y aros que poseen, que por lo que tienen para ofrecer detrás de los fuegos.