Tribulaciones de dos argentinos en el caos de París

Viernes, 8 de mayo de 2015
Los franceses son personas curiosas. Si les hablás en castellano no te entienden. Si les hablás en inglés no te entienden. Si les hablás en italiano no te entienden. Si les intentás hablar en francés, se enojan porque lo hablás mal y tu pronunciación no es buena.

El motivo por el que fuimos a París se llamaba David Toutain, un restaurante de una estrella Michelin ubicado muy cerca de la torre Eiffel. La reserva la hicimos con tres semanas de anticipación y la hora pactada era las dos de la tarde.

El día de la cita gastronómica estábamos en Tours, que queda al sur a unos 200 kilómetros de la capital francesa. Nos levantamos temprano, nos subimos al auto alquilado y escuchando al GPS que nos guiaba nos fuimos camino al almuerzo tan esperado. Y ahí empezaron los problemas. En el viaje decidimos dejar el auto antes de ir a comer. Cabe aclarar que manejar en París es peor que hacerlo en Buenos Aires un día de piquete. El GPS nos mandó al lugar donde debíamos devolver el auto, una plazoleta circular que no tenía lugar para detenerse. Nos llevó una hora entender dónde debíamos estacionarlo y entregar las llaves.

Se hace la una de la tarde y creemos que “todavía tenemos tiempo”. Decidimos ir al hostel a dejar los bolsos. Tomamos un taxi, le mostramos la dirección a la que íbamos y a los 25 minutos de camino y a los 20 euros de taxímetro, llegamos a una calle que no era la nuestra; el taxista se disculpa, dice “uh, me equivoqué” y emprende la marcha hacia Montmartre, que es donde teníamos que ir. Todos mirábamos la hora, callados porque ninguno quería ir preso por golpear a un taxista en Francia y la tensión se respiraba, el taxista nos miraba por el espejo retrovisor, preguntándose si había hecho lo correcto con esa “parisinada”.

Llegamos al hostel a las 14, tiramos los bolsos en la recepción y llamamos al restaurante. La primera vez que atendieron, aunque nos escucharon hablando en inglés, respondieron en francés y cortaron el teléfono. La segunda vez, al igual que la tercera y la cuarta nadie atendió. Casi deprimidos, llamamos a “Le Baratin”, un restaurante que muy recomendado en París y hacemos una reserva para las 19.45.

Los autores cuentan por qué nunca llegaron a almorzar en un restaurante donde tenían reserva, luego lo hicieron en otro que comentamos en Fondo de Olla y terminaron pensando que París les tenía algo de bronca.

Salimos a caminar, estamos a dos cuadras del Moulin Rouge y como ya habíamos estado en París, decidimos andar sin rumbo a ver “algo nuevo”. A los 30 minutos de caminata, nos damos cuenta de que estamos perdidos y tomamos por una zona que se parece a Quilmes o Bernal. Una hora después todavía no sabemos donde estamos, y seguimos buscando una boca del metro que nunca aparece. Cuando la encontramos, pensamos en que por lo menos queríamos ver algo turístico. Vamos en dirección a Notre Dame, pero nos bajamos en una parada que también se llama Notre Dame y no hay nada para ver, más que una capilla rodeada de edificios grises, al estilo del  Bronx en New York. Nos volvemos a subir al metro, nos bajamos en la parada que pensamos que es correcta; apenas salimos, para no perder más tiempo le preguntamos a una mujer y nos dice que la Catedral está lejísimo, que nos tomemos un taxi.

Por fortuna, o por milagro, llegamos a “Le Baratin” a tiempo. Al día siguiente, dejamos el hostel a las 5.30 am para perder el bus de las 7 y quedar varado otro par de horas en la terminal. Y esa situación fue el último indicio que necesitábamos para darnos cuenta de que quizá París tenía algo personal contra nosotros. Porque el eslogan de “París, la ciudad del amor” podría ser discutido, tal vez reformulado como “Cuidado, París”, simplemente para que a los turistas no nos tome desprevenidos o distraídamente enamorados.

 
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