Ya hemos dicho sobradamente que el negocio gastronómico es complejo e imprevisible. Eso implica que todo el tiempo se cierren restaurantes (lo curioso es que se abren más de los que bajan las persianas). Pero hay más de una razón además de la inflación, los impuestos y el desconocimiento.
Hay de todo en la viña del señor y también en el mundo de la gastronomía. Como se sabe, el negocio de los restaurantes tiene sus bemoles y no cualquiera tiene capacidad para administrarlos y tampoco es fácil manejar a la gente. Está claro que hoy en la Argentina, sometidos a una agobiante presión tributaria, la rentabilidad se achicó a niveles inexistentes, por lo cual hay que buscar maneras de compensar la falta de dinero de los clientes con menús especiales, descuentos y otro tipo de beneficios.
En primer lugar, hay que decir que las tarjetas La Nación, 365, etcétera, son una salvavidas de plomo para los restaurantes. Y encima pueden aparecer inspectores municipales que buscan la menor falta para pedir cometa, o directamente te clausuran (a veces con razón, otras no tanto). Que existen empleados que viven de la industria del juicio. Que además está la inflación, que te obliga a pagar más por los insumos y uno no puede trasladarlos a la cuenta. Los problemas climáticos, que han llevado por caso el precio de la cebolla a 45 pesos el kilo. Una locura por donde se lo mire. Abrir un restaurante en estas condiciones es estar loco. Y cerrarlo podría ser una solución si la idea es dormir tranquilo.
Una vez, lo dijimos, un reconocido profesional nos dijo que en la vida de un chef hay dos momentos de alegría: cuando abre un restaurante y cuando lo cierra. Así de lapidario. Pues bien, hay quienes abren sin conocer el negocio. Como antes ponían una cancha de paddle o un quiosco. Y así como abren cierran, en muchos casos lo tienen merecido. Un ejemplo es lo que ocurrió hace algunos años con un lugar que se llamaba Ginger, en Palermo. Sus dueños eran médicos, fracasaron porque “operaron” el negocio sin anestesia.
Distinto es cuando uno observa que se hacen las cosas bien y al momento de enterarte del cierre, te da una pena enorme. Bernata es un caso paradigmático. Luz Fernández García creó algo distinto a lo que había en ese momento en Buenos Aires: tapas de autor. Luego, muchos la copiaron. Por desgracia, un tema familiar hizo que la gallega (de Galicia, valga aclararlo para que no suene despectivo) decidió volver a sus orígenes. La marca quedará vigente por cuanto Yago Márquez la continuará usando en algunas ferias gastronómicas.
Cierres de este año: Bernata, Tô, Per Se, City Club, Farang, Chiquín, Francesco. Todos por diferentes motivos, que no siempre tuvieron que ver con la crisis económica.
Camote Langer tuvo una gran idea con Farang. Otro penoso cierre, por desavenencias con socios que no entienden del negocio. Y Tô, un éxito de años atrás, con la venta que realizó su fundador, Tôufic Reda, ya no fue más lo mismo. Sus nuevos propietarios no le encontraron la vuelta. Fin.
Otra situación desagradable se dio con Per Se. Más allá de lo que se dijo, Emiliano Di Nisi (precisamente ex Tô), es uno de los mejores cocineros de la nueva generación. Quizás una mala experiencia con socios inexpertos, terminó por derrumbar el negocio.
Un hecho peculiar sucedió con Kitchen Club, lugar que recomendamos hace mucho tiempo en Fondo de Olla. Su chef propietario, Arne Behnck, vino al país con toda la ilusión de recrear el restó del mismo nombre que tenía en Berlín. Pero el público no acompañó. Otros casos son inexplicables, como Leopoldo que cerró el año pasado. Con un chef de primer nivel como Diego Gera, propietarios del palo, conocedores del negocio y sin embargo terminó malográndose una buena idea renovadora.
Un ejemplo paradigmático, porque se trata de una gastronomía muy valorada en nuestro medio, es Francesco. De su lugar original en Demaría y Sinclair, pasó a Palermo Hollywood, justo enfrente de Osaka. Cerró sus puertas hace unos meses y allí ahora funciona Sushi Pop.
Otro peruano pero en este caso nikkei, nos referimos a Mullu, también bajo las persianas en Retiro, para dejar lugar a un local más de la cadena Akira. El primero cerró por no contar con público, el segundo por un problema de alquiler.
Algo parecido le ocurrió a nuestro amigo Manuel Corral Vide, que debió dejar el local de la calle Olleros. Por fortuna, hay un Morriña itinerante que por reservas funciona en Espacio Gasset, y muy pronto, volverá al ruedo en San Telmo justo enfrente a La Brigada.
De manera que si vamos a la pregunta del título, debemos concluir que las razones son diferentes, aun cuando la crisis económica con inflación, la falta de dinero en los bolsillos de los potenciales clientes y el desconocimiento del negocio, sean tres factores gravitantes. Pero como hemos relatado en esta nota, hay otras cuestiones que te llevan al fracaso. Y que a veces nos hacen piantar un lagrimón, porque se trataba de lugares que disfrutábamos y estaban dirigidos por gente que uno aprecia. Es lo que hay en la década ganada.
El Sheraton Buenos Aires Greenville Polo & Resort, ofrece tres alternativas gastronómicas con identidad propia, de la mano del chef Javier Marrone, de vasta trayectoria y a quien le venimos siguiendo su trayectoria desde hace varios años. Un lugar donde todo se conjuga: cocina, ambientación y servicio.
En el subsuelo del Hotel Mio Buenos Aires, la parrilla de Recoleta ofrece una cena por pasos para dos personas, que incluye una entrada, dos platos principales y un postre, con etiquetas seleccionadas de vinos Malbec D.V. Catena.
La marca referente en pizzas gigantes y por porción estilo New York, acompaña y alienta a la Selección Argentina en las eliminatorias mundialistas y propone ver los partidos en algunos de sus locales, mientras se disfruta de su propuesta gastronómica.