La Cocina de Mayo de 1810Lunes, 19 de mayo de 2014La forma de comer de los argentinos se forjó a través del aporte de las diferentes corrientes inmigratorias. Pero los antecedentes ya los encontramos en la etapa colonial, aún antes de la Revolución de Mayo.
La Argentina no tiene una identidad culinaria, a diferencia de peruanos y mexicanos, donde la influencia indígena (o de los pueblos originarios como se dice ahora) modeló una manera de comer con los ingredientes autóctonos. Es decir que en materia de comidas, nosotros somos más de Colón que de Moctezuma o Atahualpa.
Ahora bien, ¿qué comían los habitantes del Virreinato del Río de la Plata hacia la época de la Revolución de Mayo? Está claro que entonces ya había una fuerte influencia de España que se hacía sentir en las costumbres gastronómicas de la población. Pero al mismo tiempo, desde la campiña comenzaba a manifestarse el consumo de carne, proveniente del ganado cimarrón traído por los conquistadores y que se diseminó a lo largo y a lo ancho de toda la llanura pampeana.
Es así que nacen las costumbres carnívoras de los habitantes de la actual Argentina. La vaca era y seguiría siendo gran protagonista de la cocina de aquella época, donde no había precisamente vegetarianos ni veganos.
El escritor y periodista José Christian Andreasen, un estudioso de estos temas vinculados con nuestros usos y costumbres, nos relata un episodio de la época de las Invasiones Inglesas, vivido por el oficial británico Alexander Gillespie que integraba las fuerzas invasoras: “Un día recibí una invitación de un capitán de ingenieros para una comida, cuyos detalles describiré como probablemente demostrativos de las costumbres generales en ocasiones de ceremonia. Nos sentamos a una mesa muy larga, ricamente tendida, solamente tres personas: el capitán Belgrano, su esposa y yo. No había sirvientes presentes en ningún momento, excepto cuando entraban o sacaban los servicios, que consistieron en veinticuatro manjares: primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos, y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final”. Hay que decir que se trataba de pescados de río, hoy muy poco consumidos en nuestro país, salvo en el NEA.
Continúa narrando Gillespie: “Durante la comida fuimos servidos por cuatro de sus parientes más cercanos, que nunca se sentaban. Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente, y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa, con otras dos damas que entraron, nos entretuvieron con algunas simpáticas tonadas inglesas y españolas en la guitarra, acompañadas por las voces femeninas. Comimos a las dos y la reunión se deshizo para tomar la siesta a las cuatro en punto”.
Manuel Bilbao, escritor argentino, autor del libro “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, relata que a principios del Siglo XIX, más preciso hacia 1800, “el desayuno general era el mate cocido o con bombilla, acompañándosele a veces de un buen churrasco. Para el almuerzo, en la mesa se ponían en el centro uno o dos cántaros de plata, del que se servían la bebida los comensales. Los ingleses introdujeron la costumbre de poner un vaso o copa en cada asiento, de cambiar platos a cada plato y de brindar al final”.
Afirma Bilbao que “las comidas de antaño comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se agregaba uno o dos huevos cocidos por invitado. Seguían el puchero de cola o de pecho, con chorizo, verdura o garbanzos, acompañado de una salsa de tomate y cebollas; la carbonada, que en el verano llevaba choclo, peras o duraznos; el quibebe, que era zapallo machacado, al que a veces se le agregaban papas, repollo y arroz; el sábalo de río frito o guisado; las empanadas y pasteles de fuente, con carne o pichones; la humita en chala y el pastel de choclo, el asado de vaca a la parrilla; la pierna de carnero mechada; el pavo relleno, engordado en la huerta de la casa, que se mandaba asar en la panadería próxima; las albóndigas de carne con arroz; el locro, las ensaladas de verdura, etcétera”.
Si la Cocina de Mayo de 1810 era fruto de la “pobreza”, resulta sencillo entender por qué somos un pueblo carnívoro. El ganado era cimarrón y tenía escaso costo o nulo.
Por aquella época, la verdura era escasa, pero abundaban el zapallo y la batata. Las papas se traían de Francia y más adelante de Irlanda, una extrañeza teniendo en cuenta el origen americano del tubérculo. Recuerda Bilbao que luego se generalizó el uso de la papa con la incorporación a nuestra vida urbana de los ingleses y otros extranjeros, que difundieron el “beef-steak” con papas, y el té, que muchos clasificaban de agua caliente y de remedio, pues durante muchos años se vendía en las boticas.
Los postres eran igualmente sencillos: mazamorra, arroz con leche, yema quemada, torrejas, pasteles de membrillo, cidra cayote, tomate, batata grande, zapallo, etcétera.
Por su parte, los vinos eran escasos. No se conocía mucho el champaña, pero se bebía buen vino tinto español, como Priorato, Carlón, Jerez y Oporto. El vino del país, por entonces, era de mala calidad. Se elaboraba mistol, un arrope diluido en agua.
De manera que puede decirse que la “Cocina de Mayo” fusionaba lo español con algunos productos autóctonos o que habían sido traídos por los conquistadores, entre los cuales la carne vacuna proveniente del ganado cimarrón era la “estrella” en cualquier mesa.
Con el paso del tiempo, la irrupción de inmigrantes de otras latitudes fue formando una melange culinaria que delineó el “estilo argentino de comer”. Nunca hubo una “vieja cocina argentina”, de manera que hablar de “nueva cocina argentina” resulta una falacia. Y hay que decir también que algunas comidas han quedado entre las costumbres gastronómicas de nuestro pueblo, como es el caso del puchero llamado entonces “olla podrida”. ¿A qué se debe el nombre? Simplemente a que a veces la carne se comía casi en estado de putrefacción, dada la falta de refrigeración. ¿No será éste un antecedente de la carne madurada, hoy tan de moda? Claro que era una maduración “no dry aged”, sino “a la que te criaste”.
Un documento rescatado del Cabildo, fechado el 29 de mayo, da cuenta de que los cabildantes comieron chocolate y bizcochos, además de beber vino “generoso” y de Málaga. Todo lo que mencionamos, corre para el puerto de Buenos Aires, ya que en interior cada región tenía lo suyo. Pero si la cocina de Mayo era fruto de la “pobreza”, resulta sencillo entender por qué somos un pueblo carnívoro.
El ganado era cimarrón y tenía escaso costo o nulo. A tal punto que el gaucho comía sólo algunas partes del animal y lo demás quedaba a merced de los carroñeros. Esa era la Cocina de Mayo, de la cual heredamos ciertas costumbres que el paso del tiempo no ha modificado. Y sería bueno que nunca se pierdan.
La forma de comer de los argentinos se forjó a través del aporte de las diferentes corrientes inmigratorias. Pero los antecedentes ya los encontramos en la etapa colonial, aún antes de la Revolución de Mayo.
La Argentina no tiene una identidad culinaria, a diferencia de peruanos y mexicanos, donde la influencia indígena (o de los pueblos originarios como se dice ahora) modeló una manera de comer con los ingredientes autóctonos. Es decir que en materia de comidas, nosotros somos más de Colón que de Moctezuma o Atahualpa.
Ahora bien, ¿qué comían los habitantes del Virreinato del Río de la Plata hacia la época de la Revolución de Mayo? Está claro que entonces ya había una fuerte influencia de España que se hacía sentir en las costumbres gastronómicas de la población. Pero al mismo tiempo, desde la campiña comenzaba a manifestarse el consumo de carne, proveniente del ganado cimarrón traído por los conquistadores y que se diseminó a lo largo y a lo ancho de toda la llanura pampeana.
Es así que nacen las costumbres carnívoras de los habitantes de la actual Argentina. La vaca era y seguiría siendo gran protagonista de la cocina de aquella época, donde no había precisamente vegetarianos ni veganos.
El escritor y periodista José Christian Andreasen, un estudioso de estos temas vinculados con nuestros usos y costumbres, nos relata un episodio de la época de las Invasiones Inglesas, vivido por el oficial británico Alexander Gillespie que integraba las fuerzas invasoras: “Un día recibí una invitación de un capitán de ingenieros para una comida, cuyos detalles describiré como probablemente demostrativos de las costumbres generales en ocasiones de ceremonia. Nos sentamos a una mesa muy larga, ricamente tendida, solamente tres personas: el capitán Belgrano, su esposa y yo. No había sirvientes presentes en ningún momento, excepto cuando entraban o sacaban los servicios, que consistieron en veinticuatro manjares: primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos, y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final”. Hay que decir que se trataba de pescados de río, hoy muy poco consumidos en nuestro país, salvo en el NEA.
Continúa narrando Gillespie: “Durante la comida fuimos servidos por cuatro de sus parientes más cercanos, que nunca se sentaban. Los vinos de San Juan y Mendoza se hicieron circular libremente, y mientras gozábamos de nuestros cigarros, la dueña de casa, con otras dos damas que entraron, nos entretuvieron con algunas simpáticas tonadas inglesas y españolas en la guitarra, acompañadas por las voces femeninas. Comimos a las dos y la reunión se deshizo para tomar la siesta a las cuatro en punto”.
Manuel Bilbao, escritor argentino, autor del libro “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, relata que a principios del Siglo XIX, más preciso hacia 1800, “el desayuno general era el mate cocido o con bombilla, acompañándosele a veces de un buen churrasco. Para el almuerzo, en la mesa se ponían en el centro uno o dos cántaros de plata, del que se servían la bebida los comensales. Los ingleses introdujeron la costumbre de poner un vaso o copa en cada asiento, de cambiar platos a cada plato y de brindar al final”.
Afirma Bilbao que “las comidas de antaño comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se agregaba uno o dos huevos cocidos por invitado. Seguían el puchero de cola o de pecho, con chorizo, verdura o garbanzos, acompañado de una salsa de tomate y cebollas; la carbonada, que en el verano llevaba choclo, peras o duraznos; el quibebe, que era zapallo machacado, al que a veces se le agregaban papas, repollo y arroz; el sábalo de río frito o guisado; las empanadas y pasteles de fuente, con carne o pichones; la humita en chala y el pastel de choclo, el asado de vaca a la parrilla; la pierna de carnero mechada; el pavo relleno, engordado en la huerta de la casa, que se mandaba asar en la panadería próxima; las albóndigas de carne con arroz; el locro, las ensaladas de verdura, etcétera”.
Si la Cocina de Mayo de 1810 era fruto de la “pobreza”, resulta sencillo entender por qué somos un pueblo carnívoro. El ganado era cimarrón y tenía escaso costo o nulo.
Por aquella época, la verdura era escasa, pero abundaban el zapallo y la batata. Las papas se traían de Francia y más adelante de Irlanda, una extrañeza teniendo en cuenta el origen americano del tubérculo. Recuerda Bilbao que luego se generalizó el uso de la papa con la incorporación a nuestra vida urbana de los ingleses y otros extranjeros, que difundieron el “beef-steak” con papas, y el té, que muchos clasificaban de agua caliente y de remedio, pues durante muchos años se vendía en las boticas.
Los postres eran igualmente sencillos: mazamorra, arroz con leche, yema quemada, torrejas, pasteles de membrillo, cidra cayote, tomate, batata grande, zapallo, etcétera.
Por su parte, los vinos eran escasos. No se conocía mucho el champaña, pero se bebía buen vino tinto español, como Priorato, Carlón, Jerez y Oporto. El vino del país, por entonces, era de mala calidad. Se elaboraba mistol, un arrope diluido en agua.
De manera que puede decirse que la “Cocina de Mayo” fusionaba lo español con algunos productos autóctonos o que habían sido traídos por los conquistadores, entre los cuales la carne vacuna proveniente del ganado cimarrón era la “estrella” en cualquier mesa.
Con el paso del tiempo, la irrupción de inmigrantes de otras latitudes fue formando una melange culinaria que delineó el “estilo argentino de comer”. Nunca hubo una “vieja cocina argentina”, de manera que hablar de “nueva cocina argentina” resulta una falacia. Y hay que decir también que algunas comidas han quedado entre las costumbres gastronómicas de nuestro pueblo, como es el caso del puchero llamado entonces “olla podrida”. ¿A qué se debe el nombre? Simplemente a que a veces la carne se comía casi en estado de putrefacción, dada la falta de refrigeración. ¿No será éste un antecedente de la carne madurada, hoy tan de moda? Claro que era una maduración “no dry aged”, sino “a la que te criaste”.
Un documento rescatado del Cabildo, fechado el 29 de mayo, da cuenta de que los cabildantes comieron chocolate y bizcochos, además de beber vino “generoso” y de Málaga. Todo lo que mencionamos, corre para el puerto de Buenos Aires, ya que en interior cada región tenía lo suyo. Pero si la cocina de Mayo era fruto de la “pobreza”, resulta sencillo entender por qué somos un pueblo carnívoro.
El ganado era cimarrón y tenía escaso costo o nulo. A tal punto que el gaucho comía sólo algunas partes del animal y lo demás quedaba a merced de los carroñeros. Esa era la Cocina de Mayo, de la cual heredamos ciertas costumbres que el paso del tiempo no ha modificado. Y sería bueno que nunca se pierdan.